Adriana amaneció exaltada, sus músculos estaban
tensos y las manos aferraban las sabanas, sin aire en sus pulmones y pataleando
como Baal bajo lluvia de agua bendita. Era la cuarta o quinta vez este mes que volvía
de sus sueños traumáticamente.
Las primeras veces fueron leves sustos que
mantuvo en secreto, no tenía intensiones ni paciencia para ser tomada por loca o desequilibrada. Con el pasar
del tiempo los despertares se volvieron más intensos, más dramáticos y
ruidosos, incluso en una ocasión gritó tan fuerte y con tal desesperación que
su madre la escuchó y acudió en su ayuda con miedo a lo peor. Al empujar la
puerta se encontró con Adriana peleando con la invisibilidad de sus miedos
estando aun dormida, intentando aferrarse a algo, desesperada y sumida en un
miedo total. ¡AYUDA!— Gritó sollozando desesperada en el remolino de sabanas.
Ocasionalmente recordaba las ultimas escenas de
sus pesadillas, lo cual era tan tenebroso y perturbador como el despertar en
si, y siendo una escéptica en juventud no le interesaba en lo mas mínimo
indagar en lo sucedido, de hecho trataba de olvidarse lo antes posible de todo
y volver a dormir, aunque pocas veces lo lograba y terminaba leyendo alguna
novela ya leída varias veces, tocando el violín, o perdiendo el tiempo en el
remolino de pensamientos que no la llevaban jamás a ningún lado sentada en el
marco de la ventana.
Adoraba quedarse estancada en ese lugar especial de la casa,
desde allí la vista se perdía en el sendero escondido entre matorrales y flores
silvestres y a la sombra de los árboles que dibujaban amorfas criaturas fantásticas
que con el viento mutaban a medida que el sol recorría la bóveda celeste. Los
primeros días de otoño y durante la primavera el espectáculo no se limitaba al deleite
visual, el aroma de las flores nuevas y las evoluciones naturales de la flora local
de la mano de Madre Natura entraban en cada rincón de la casa inundando los
salones y las habitaciones de perfumes lilas y colores aromáticos.
La naturaleza conformaba ese refugio que
necesitaba algunas mañanas cuando Morfeo la despedía de sus vastos territorios envolviéndola
en desesperanza y temor.
En algunas ocasiones cuando la imaginación rompía
algunos de esos limites impuestos se dibujaba en su mente una Adriana madre de
fuerzas y bosques, inundada de vida arbórea y amada por las criaturas silvestres.
Su paso creaba estelas de flores azules, doradas y violetas, su aliento
reanimaba las raíces de los ancianos en pie que luchaban por mantenerse
erguidos durante las tormentas y sus manos como ramas de arce delicado peinaban
las brisas que esparcían el polen en todas direcciones. Realmente disfrutaba
delirar de esa manera, pero no se lo permitía muy a menudo porque estaba
convencida de que fantasear así era extremadamente infantil y siendo ya una
mujercita intentaba aparentar una madurez que realmente no tenia.
Pasados los primeros días de verano llegó la
feria al pueblo como solía hacerlo todos los años. El miércoles, estacionaron
los carros enormes y clavaron los postes principales; el jueves ya se
encontraban alzadas las carpas y habían regado piedritas por todos los senderos
para que los visitantes no se embarren los zapatos. Todo estaba listo para el sábado
a mediodía cuando empezó a resonar la campanita clásica del pochoclero, el órgano
a cuyo ritmo el mono bailaba por algunas moneditas y las sonatas clásicas de
kermes que si bien eran alegres para Adriana resultaban tétricas y
espeluznantes.
La misma feria todos los años, en el mismo lugar
con los mismos puestos y atracciones que se repetían desde la infancia de sus
padres, y aun así por las noches todos en el pueblo invadían el terreno
iluminado con lamparitas de colores buscando una distracción, esforzándose por
divertirse.
Si no fuera por las insistencias de su madre
durante toda la semana realmente no se le hubiera ocurrido ni acercarse a la
feria, aunque a último momento pensó que seria una buena distracción también,
aunque sea exactamente idéntica al año anterior, y al anterior antes del
anterior.
Tal vez haya algo nuevo— pensó sin creérselo.
El murmullo constante, los empujones, la música,
las luces y el griterío de los presentadores y animadores ahuyentaban las ganas
de sonreír, extrañaba el silencio de su habitación y la luz tenue del velador
cubierto con un pañuelo que escupía rayos violetas por toda la habitación, tal
vez una tasa de té y alguno de esos libros que nadie lee pero que ella adoraba
serian ideales. Pero había prometido divertirse, así que se propuso mentir lo
mejor posible revoleando sonrisas esporádicamente para que su madre se sienta
bien, al fin y al cabo desde que su padre se había embarcado hacía ya cuatro
meses el ambiente hogareño se había tornado extraño, tenso y levemente triste
de una manera tácita, dado que no hablaban del tema, aunque ambas sabían que
posiblemente su regreso se demore unos meses mas, tal vez años, tal vez
siempre. Sin novedades desde el día en que se fue estaban a la deriva con la
imaginación al timón.
No te esfuerces mas,
no tengas miedo. Lo que es, es— dijo una voz temblorosa casi oculta entre los puestos. Adriana se
detuvo tan sorprendida como curiosa y buscó el origen de esa voz aflautada y
femenina, supuso por la tonalidad que provenía de una persona mayor y no se había
equivocado.
Madamme Résponses ocultaba su rostro castigado
por el pasar de los años detrás de un velo que había sido blanco en algún
momento, sus ojos eran invisibles y sus manos descubiertas sobre la mesa lucían
demacradas y contracturadas, las venas sobre el dorso estaban hinchadas en
colores violáceos y rodeadas de arrugas. Era la clásica bruja de cuentos
personificada. Adriana se acercó curiosa y cauta, la anciana había capturado su
atención.
—No creo en brujas o videntes— dijo la joven con
timidez y suavidad, evitando ser ofensiva, sin embargo ansiaba saber más.
—Despreocúpate aniñada, las brujas no existen y
ciertamente no soy vidente.
— ¿A que se refería con lo que me dijo
entonces?— investigó Adriana.
—Estas empapada, tus ojos están aguados y la sal
del mar que no conoces esta impregnada en ti. No temas, lo que es, es.
La sorpresa se transformó en miedo y la anciana
voz desató los recuerdos de los amaneceres intensos. Revivió en su mente aquel
momento en el que despertó aterrorizada cuando el agua helada la empujaba hacia
el fondo del mar, el sabor de las sales que la ahogaban, sus ojos ardiendo y los
intentos por emerger eran inútiles, el dolor en los brazos y las piernas procurando
alcanzar la superficie y la sensación de ser jalada por el oleaje hacia las
profundidades. Se vió a si misma descendiendo en las aguas azules y verdes que la devoraban. Observó
en su propio rostro el pánico y las lagrimas se mezclaron con el mar que la
abrazo hasta morir.
—¿Por qué?— inquirió con un hilo de voz
angustiada y con miedo a oír la respuesta.
—Porque no quieres. Acepta, lo que es, es. Ya es
hora, aniñada, de que aceptes y vuelvas a tus bosques eternos, a tus caminatas
de creación y poesía natural. Vuelve a casa.
El llanto escapó sin fronteras, sus lágrimas
saladas rodaron colina abajo por las mejillas salpicadas de pequitas inocentes
y sin entender aun por que albergaba tanto dolor se sentó a llorar ocultando su
rostro de los curiosos caminantes deseando estar en casa, deseando oler las
flores y extrañando los senderos de tierra humedecida por el rocío matinal. Y a
papá.
Amanda encontró a su hija llorando en un rincón
de la feria en total soledad, escapando de la multitud con angustia suficiente
para tres personas, tal vez más. Sin mediar palabras se sentó a su lado y la
abrazó, intuyendo el motivo de tal escena sin recursos más que la compañía
materna. Se quedaron juntas en silencio, excepto por los espontáneos sollozos
que no podían contener, hasta que las lamparitas de colores empezaron a apagarse,
la música se debilitaba y el frío de la noche crecía espantando a los pocos
visitantes que aun no se habían marchado.
—Vamos a casa— dijo tomando a su hija de la mano
sin mirarla a los ojos en ningún momento y emprendieron la caminata silenciosa y
pausada.
Entró en su habitación y se acostó abrazando la
almohada con los ojos aun aguados, recorrió con la mirada la biblioteca
improvisada, el espejo, los zapatos en el piso, la cajonera, la alfombrita
tejida por ella misma y el velador envuelto en pañuelos con la mente vacía y el
corazón estrangulado.
Perdió la consciencia y sin notarlo naufragó en
los reinos de Morfeo. Las estelas de flores detrás de ella crecían más
brillantes que nunca y aunque en esta ocasión las nubes grises desfilaban
delante del rey de los cielos de alguna manera por entre las copas de los árboles
se filtraban nítidos halos de luz que parecían mantener una formación perfecta.
Las ardillas correteaban por las cortezas, los pájaros posados en las ramas la
observaban atravesar el paraje armoniosamente siguiendo las pistas que los árboles
dibujaban en dirección al sendero oculto del bosque por el cual transitó sin
prisas regando vida y colores, ejerciendo su poder de revitalización hasta
llegar al mar, lugar que no conocía en sus fantasías y que solo había visitado
en sus pesadillas.
La costa lucía calma, las arenas estaban
colmadas de caracoles y cangrejos que iban y venían danzando flamencos
improvisados por el castañeo de las pinzas, el viento proveniente de la inmensidad
meció su corona de flores y despertó.
Si bien sus pesadillas no eran diarias es cierto
que la sensación de despertar armoniosamente le resultaba atípica y sembraba
cierta incertidumbre en los pensamientos matutinos. Huyó de la cama y se
envolvió a si misma con la frazada como un capullo de oruga mientras se
acercaba a la ventana preferida. Las voces desordenadas y avasallantes de su
mente estaban en silencio esa mañana, Adriana no sabia que estaba sintiendo.
Era la primera vez en su vida que no reconocía sus emociones, simplemente desconocía
ese sentir. No es tristeza, pero no me siento feliz. No estoy enojada, aunque
quiero escapar del mundo... —cavilaba con la mirada perdida en el paisaje
matutino que brotaba del otro lado del cristal hasta que algo rompió su concentración
en el dialogo interno. Algo se movió entre los arbustos, caminó por detrás de
uno de los árboles más viejos y avanzaba sobre el sendero casi oculto.
Adriana entrecerró sus ojos como si pudiera
afinar la puntería de sus corneas tratando de adivinar que o quien deambulaba
entre las flores tan temprano y cuando los rayos del sol llovieron sobre el
anónimo caminante la sorpresa secuestró a la doncella dejándola muda y
boquiabierta.
Corrió escaleras abajo saltando los escalones de
a tres, atropellando todo en su camino y dejando la frazada que la envolvía
flotando en el aire. Abrió la puerta de la casa y corrió descalza por el camino
de piedras, pisoteó el pasto y algunas flores y casi tropieza con uno de los
maceteros de su madre pero nada importaba en ese momento, su mente estaba en
blanco y su corazón exaltado bombeaba sangre y emociones hermosas por primera
vez en mucho tiempo. Saltó a los brazos de su padre olvidando que ya no era una
niña y ambos cayeron abrazados sobre la hierba con los ojos aguados y sonrisas
mudas, compartieron el llanto de alegría y reencuentro sin decir una palabra,
sin mas gestos que un abrazo eterno postergado por un naufragio que casi le
costo la vida al padre quien fue rescatado y reanimado tras fallecer por
algunos minutos en el agua helada.
Adriana no volvería a ahogarse en sus sueños nunca
mas.Escrito bajo consigna para el Taller de Escritura Creativa El Lenguado inspirado en las obras de Kindra Nikole.
2 comentarios:
Como que le quitó la emoción saber que iba a ser un final feliz jaja pero me copó. Muy bien descrito el mundo fantástico y el onírico, me gustó lo de los cangrejos improvisando flamenco XD (Y)
Si, se que espoileé mucho, pero necesita hacer la aclaracion :p
Gracias!
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